Tenemos dos grandes capas poblacionales todavía, y ya bien entrado el siglo XXI, en grave riesgo de exclusión social provocada por la digitalización: nuestros mayores, y gran parte del colectivo de personas con discapacidad. Millones de ciudadanos.
La evolución que ha sufrido nuestra sociedad en los últimos veinte años está produciendo una situación cuando menos preocupante para nuestras Administraciones, gestoras de los derechos y obligaciones que han ido siendo creados, a ritmo vertiginoso, en nuestro cuerpo legal. La introducción de la tecnología en nuestras vidas y en todos los ámbitos sociales, por supuesto una verdadera revolución y un avance sin igual en la historia, también ha generado una situación ciertamente delicada para muchos ciudadanos. Cuando vemos que la educación, la comunicación, el trabajo o la relación con las Administraciones públicas están impregnadas de procedimientos y herramientas tecnológicas, carentes de condiciones de accesibilidad y usabilidad para muchas personas, no nos damos cuenta de que dejamos fuera del ejercicio de derechos fundamentales a muchos ciudadanos.
Siempre me gusta recordar que, aunque hoy nos parece que llevamos una era entera viviendo entre microchips, ordenadores personales o telefonía móvil, fue hace apenas veinticinco años cuando “el ciudadano de a pie” empezó a introducirse en esta nueva sociedad de la comunicación y la información. Recordemos que el pistoletazo de salida lo dio el presidente entonces de Microsoft, Bill Gates, cuando sacó a la luz el primer sistema operativo visual dirigido al gran público, Windows 95, copia por cierto de los Mac de Apple. En estos poco más de 25 años, de 1995 a la actualidad, hemos visto aparecer innumerables sistemas operativos, el surgimiento de internet y su desarrollo parejo al crecimiento de los anchos de banda, los portátiles, las tabletas, la telefonía móvil desde su conexión básica hasta las actuales 5G, el IoT, la realidad virtual, las Smart Tv, y por supuesto “la Administración electrónica”.
Toda esta evolución, tan feroz y rápida en el tiempo, ha supuesto un anacronismo entre el potencial que nos ofrecen las tecnologías, y la incapacidad de adaptación de grandes masas de la población a sus usos, y, aunque sea reiterativo, la también inadaptación de nuestras Administraciones a este desembarco tecnológico. No podemos obviar que las Administraciones están compuestas por ciudadanos que, y debido a múltiples circunstancias, entre ellas la edad de nuestro funcionariado, no han sido capaces de responder con agilidad a la adaptación de las tecnologías a un uso para todos los partícipes de nuestra sociedad, sociedad TIC.
Un ejemplo evidente lo tenemos en el sector educativo, tanto el obligatorio como el universitario y el profesional. La introducción de la educación online cada vez con más asiduidad en todos los entornos educacionales y formativos está produciendo, aunque seamos incapaces de detectarlo a simple vista, una verdadera brecha social. Mientras el entonces Ministerio de Educación aprobaba el proyecto Escuela 2.0 hace ya unos cuantos años, con la previsión de dotar de herramientas tecnológicas a los alumnos en todos los ciclos de educación obligatoria, se olvidaba de establecer como garantía la necesidad de que tanto los terminales físicos como los contenidos educativos tuvieran las imprescindibles condiciones de accesibilidad y usabilidad. La preocupación se acrecienta cuando vemos igualmente el crecimiento exponencial en las Universidades de las plataformas digitales y de formación virtual. No podemos olvidar que en nuestro país abogamos y defendemos una educación inclusiva, donde una parte de nuestro alumnado posee diversidad funcional o discapacidad. Paradójicamente, sin embargo, sí existe la obligación de incorporar productos y servicios accesibles en todo lo tecnológico adquirido, usado y creado por los servicios públicos, como bien establece la Directiva 2014/24/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 26 de febrero de 2014 sobre contratación pública, que obliga a incorporar en los pliegos técnicos los criterios de accesibilidad y usabilidad que debe cumplir todo servicio o producto tecnológico que vaya a ser adquirido o financiado con dinero público. Directiva con un nivel de cumplimiento bastante decepcionante.
Resulta sorprendente que las primeras regulaciones legales firmes respecto a la obligación de contemplar mínimos niveles de accesibilidad a los portales de internet y las plataformas virtuales, entre las que se encuadra la formación online tanto en centros de educación obligatoria o universitarios, o la Administración electrónica, vayan casi parejas en el tiempo a la aprobación y puesta en marcha de estos servicios, y hayan sido tan incumplidas, signo de que algo falla. Así ocurrió, por ejemplo con el Real Decreto 1494/2007, por el que se aprobó el Reglamento sobre las condiciones básicas para el acceso de las personas con discapacidad a las tecnologías, productos y servicios relacionados con la sociedad de la información y medios de comunicación social, que veía la luz en noviembre de 2007; y la Ley 56/2007, de 28 de diciembre, de Medidas de Impulso de la Sociedad de la Información, en diciembre del mismo año, estableciendo obligaciones de accesibilidad a las páginas de internet y a algunos, pocos, servicios tecnológicos; y la Ley 11/2007, de acceso electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos, era aprobada en junio también del 2007; y la Ley Orgánica 2/2006, de Educación, que incluye numerosas referencias tecnológicas, es de mayo de 2005; o la Ley Orgánica 4/2007, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades, de abril de 2007. Legislación hoy ampliamente superada y obsoleta frente al avance digital de nuestra sociedad. Porque, aunque recientemente se han aprobado también la Directiva (UE) 2016/2102 del parlamento Europeo y del Consejo, sobre la accesibilidad de los sitios web y aplicaciones para dispositivos móviles de los organismos del sector público, y la Directiva (UE) 2019/882 del Parlamento Europeo y del Consejo sobre los requisitos de accesibilidad de los productos y servicios, estás también resultan claramente incompletas, lentas en su implantación y carentes de un sistema ágil y rápido de actualización frente a la velocidad de innovación del sector tecnológico.
El problema no es sólo la disfunción temporal, va mucho más allá. Gran parte de nuestro cuerpo docente y funcionarial se ve incapaz de asimilar las nuevas herramientas y sistemas de trabajo, por falta de formación y habitualidad a los cambios, e imposibilidad de adaptación y actualización en los tan cortos espacios de tiempo que van desde la aprobación normativa y su implementación. Problema que se agrava ante la inflexibilidad y rigidez de nuestras Administraciones y sus procesos. Esa rigidez, lentitud y desconocimiento sigue abogando a una continua dotación y adquisición por parte de las Administraciones Públicas de bienes, equipos y servicios inhibidores de derechos básicos.
Conviene recordar que, al igual que avanzamos hacia una sociedad eminentemente tecnológica y virtual en todos los ámbitos, también avanzamos hacia una sociedad, tanto en España como en Europa, ciertamente envejecida, con una previsión de población de un tercio por encima de los 60 años en 2040, con las limitaciones y grandes limitaciones (no sólo discapacidad) propias de la edad. La consecuencia para nuestras sociedades pueden ser dramáticas, con incidencias en otros ámbitos ya mucho más allá de los derechos básicos. Sin duda, el mercado de consumo y la economía no se van a ver alejados de la problemática, cuando estamos viendo impasibles cómo las nuevas tendencias a través de plataformas digitales y contenidos interactivos, van a cambiar radicalmente los hábitos de relación en la adquisición y compra de productos y servicios, entre comercio y consumidor. O como está ocurriendo ahora mismo con el sector bancario, con cierres masivos de oficinas presenciales que dejan vendidos literalmente a nuestros mayores y ciudadanos Reajustar las condiciones de igualdad para todos los ciudadanos puede llegar a tener costes sociales, si esperamos mucho, inasumibles para cualquier Administración Y lo preocupante es que no parece que la solución contra esta discriminación y brecha social vaya a venir de nuestras leyes, infinitamente más lentas en su nacimiento que los departamentos de I+D+I de los grandes imperios tecnológicos y sus redes de comercialización, hecho éste al que hay que sumar la incapacidad de previsión de futuro de los desarrolladores jurídicos frente a los desarrolladores “tecnólogos”.
Autor: Juan Carlos Ramiro
Licenciado en Derecho y Máster en Tecnologías de la información y comunicación por la UNED.
Inicio mi trayectoria profesional como programador en el Banco de Santander, habiendo sido posteriormente responsable de gestión al cliente en AccesNet (empresa de Internet), responsable de formación y empleo en Fundación ONCE, Asesor de la Secretaría de Estado de Política Social en el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Director General de Coordinación de Políticas de Discapacidad en los Ministerios de Educación, Cultura y Deporte, y Ministerio de Sanidad, y Director General en el Centro Nacional de Tecnologías de la Accesibilidad (CENTAC) sucesivamente. Actualmente, CEO de AISTE (Accesibilidad Inteligente Social Tecnológica), y Presidente de CINTAC (www.cintac.es/es/).